Quemando etapas

A diario en mi trabajo me enfrento a las dudas, a las situaciones y a los miedos de cada familia con la que trabajo. Me doy cuenta de que cada uno tiene su manera de ver a su hijo y de asimilar sus circunstancias.
Mi tarea es proponer unos objetivos a corto y/o a largo plazo e ir trabajándolos conjuntamente con el niño y la familia para alcanzarlos, o al menos intentarlo, en el tiempo que el pequeño vaya marcando.
A veces estos objetivos se consiguen rápidamente y se planifican otros nuevos de tal modo que vamos haciendo una programación del tratamiento individual y específica, sólo para ese niño.
Otras veces los objetivos son complicados de alcanzar para el peque y se proponen otros medios para trabajarlos o para potenciar otros nuevos que resulten más sencillos o de un área diferente.
Es decir, el trabajo de los profesionales de mi campo es continuo y varía según la evolución del tratamiento y de la respuesta directa del niño. Todo se puede modificar sobre la marcha y potenciar de un modo diferente al establecido al inicio.
Esto fomenta que los objetivos puedan alcanzarse más rápidamente, ya que no se insiste con métodos inadecuados para ese niño, sino que se modifican para ser más prácticos y efectivos para cada caso.
Según se van observando pequeños avances o incluso la consecución del objetivo pautado, las familias van marcándose sus propias expectativas, algo totalmente lógico y comprensible.
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Pero yo pienso ¿es una carrera sin meta?, ¿a dónde pensamos llegar?, ¿cuál es el objetivo final?, ¿alcanzaremos la satisfacción ante un objetivo logrado?
Mi sensación general ante la educación de un niño es que una vez alcanzado un objetivo en lugar de celebrarlo y estar muy satisfechos ante tal acontecimiento, proponemos de inmediato otro sin dar tiempo al festejo y la asimilación del anterior. Parece que a veces nunca es suficiente.
Desde que un bebé nace vamos marcándole objetivos: que se coja al pecho, que se calme al cogerle, que me mire, que coja una cosita, que se de la vuelta, que gatee, que camine, que hable, que … Y así hasta que un día el bebé tiene la misma estatura que nosotros y no nos hemos parado a disfrutar prácticamente de los logros, sino que nos hemos ido poniendo metas y más metas que nos hacen sentirnos como el eterno insatisfecho.
Es muy bueno marcarse metas y ser trabajador y exigente con uno mismo, pero siempre y cuando no perdamos de vista el lado emocional y la sensación real que debe estar viviendo el niño.
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A veces en mis reuniones con las familias les planteo algo que a mí misma me hace reflexionar mucho: «¿Qué recuerdas tu de tu infancia?» Y ante esta pregunta la respuesta siempre es parecida: «Me acuerdo cuando mis padres me llevaban a tal o cual sitio, cuando íbamos de viaje, jugar con mis amigos, etc.» En definitiva recordamos aquello que nos gustaba con mucho cariño y tratamos de borrar aquello que nos ha hecho daño o no nos gustaba tanto. Por eso mismo, ¿qué queremos que recuerden nuestros hijos? Yo pienso que querremos que recuerden lo orgullosos que estuvimos de ellos al alcanzar algo o simplemente al intentarlo, de lo que jugamos con ellos cada día, de lo que disfrutamos del parque o del paseo de fin de semana, de los ratos de lectura antes de dormir, de la seguridad que les dimos para intentar algo nuevo, del ánimo y la ayuda y, por supuesto, de la exigencia y perseverancia para alcanzar sus sueños agarrados siempre de nuestra mano.
Por todo ello, no quememos etapas, disfrutemos de cada una el tiempo que el niño nos marque. Cada uno es único y diferente y tiene un ritmo individual donde necesita pasar más o menos tiempo por cada una de ellas, pero este tiempo será establecido por ellos y por las necesidades que tengan y no porque deben llevar un ritmo por encima de sí mismos.
La vida es muy larga y cada etapa tiene una esencia única y maravillosa y más dentro de la Infancia.

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